Historias y cuentos del Cabanyal
Lo que sigue a continuación, son una serie de cuentos y de historias que mi padre, Vicente Mauri Martinez, escribio.
Registrado con el número de asiento 09/2011/1183 en el Registro de la Propiedad Intelectual de la Comunitat Valenciana.
Queda prohibida su reproducción total o parcial, sin autorización expresa.
Las Historias
del
yayo
INTRODUCCION
Hace mucho tiempo que queríamos haber editado estas historias del Cabañal, y algún que otro cuento, que allá, por los años setenta y mucho y ochenta y poco, nuestro padre, Vicente Maurí Martínez, escribió en cuartillas, algunas de ellas aquí, en La Cañada, donde pasó muchos momentos en los últimos años de su vida.
Los relatos que a continuación vais a leer son fieles a sus originales, nada ha sido cambiado o eliminado, lo único que se he añadido han sido las fotografías, que ilustran las historias.
Sirva esto como nuestro pequeño homenaje a nuestros padres.
Vicente y Salvador
Vicente Maurí Martínez, nació en Madrid, el 3 de octubre de 1922. Sus padres, Vicente Maurí Soler, actor y director de teatro, valenciano y Manuela Martínez Lerma, nacida en Pradoluengo, Burgos. Fué bautizado en Madrid, en la Iglesia del Carmen y sus padrinos fueron, la cupletista, Aurora Jaufel, “La Goya” y el empresario Eulogio Velasco.
A los dos años se trasladó a Valencia. Vivió en la calle Pedro Maza, nº 5, junto a la Iglesia de los Ángeles, y a escasos 50 metros de donde nació su padre, calle de la Marina, nº 3, y posteriormente en calle que lleva el nombre de su padre, Actor Maurí, en el nº 14, pta 1ª
Vivió su niñez entre las calles del Cabañal, la playa, sus costumbres, sus gentes, donde pasó la guerra civil.
De complexión fuerte, a los 15 años y para evitar ser enviado al frente, su padre, le contrato como apuntador en el teatro. Tomaba contacto directo con las tablas.
A la muerte de su padre, en 1940, las circunstancias económicas le impulsaron a trabajar, trabajos de fortuna en el teatro, su pasión.
En 1941, y como muchos jóvenes ansiosos de aventura, se alisto a la División Azul, pero un medico conocido de la familia, le dio la inutilidad por la vista.
Conoció a su esposa, Amparo, y después de obtener una plaza en Correos, contrajeron matrimonio en la Iglesia de los Santos Juanes, de Valencia, el día 12 de febrero de 1953. Tuvieron dos hijos, Vicente y Salvador. No dejó el teatro y continuo relacionándose con los círculos, pequeños pero sabrosos, intelectuales del Cabañal y el Grao.
El teatro lo llevo a la radio. Sus crónicas del puerto fueron emitidas durante mucho tiempo. La contratación de estibadores, cargadores, carbón, etc. Yo recuerdo que aquello se hacia por fichas, ignoro como se hace ahora, y los números de las fichas eran los que radiaba. Imagino cuanta gente oiría el programa, quizás al día siguiente no tuvieran trabajo.
El programa se llamaba “Valencia empieza en el mar”. Se emitía desde una pequeña planta baja situada en la calle de la Barraca, cruce con la Travesía del Teatro. Era una emisora, el termino emisora entiéndanlo como un eufemismo, pequeña, enlazada primero telefónicamente y después radiofónicamente con la central de la Voz de Levante, situada en la calle de Colon, Pascual y Genis.
La radio le abrió algunas puertas. Conoció a Luís Puig, a la postre Presidente de la Federación Internacional de Ciclismo. Comenzó a enviar las crónicas de la Vuelta a Levante y de aquellas etapas de la Vuelta a España a su paso por Valencia. Fue corresponsal de la Agencia EFE en el distrito Marítimo. Durante esta época, y por medio de Educación y Descanso, creo un a pequeña compañía de teatro aficionado, y cada fin de semana, en un autobús destartalado, se cargaban los decorados, y todo lo necesario para representar una obra de teatro en los pueblos de Valencia, generalmente pueblos lejanos a la capital. La representación se hacia en el “teleclub”, o en la escuela del pueblo.
Recuerdo una de ellas a un pueblecito, Carricola, la obra, Los Caciques. Que lejos me pareció aquel pueblo. Carreteras estrechas, peligrosas, pero allá que iban estos “cómicos de la legua”, cada fin de semana.
Miembro del Ateneo Marítimo, en 1965 y junto a otros promovió el primer homenaje a Vicente Blasco Ibáñez. Nunca dejo de leerlo, y entablo amistad personal con los descendientes de D. Vicente, con sus nietos. En este Ateneo dio conferencias, y en diversas ocasiones mantenedor de presentaciones falleras, aunque nunca fué el espíritu fallero lo que le caracterizo.
Durante esta época, el periódico de economía valenciano, “Valencia Fruits”, lo contrato como redactor, y entre crónica y crónica, comenzó a esbozar lo que hoy tenemos entre las manos. Un pequeño recordatorio de historias de su patria chica, el Cabañal, sus historias, sus gentes.
A finales de los años 70, una enfermedad coronaria le obligo dejar su trabajo. A partir de ahí y en una pequeña casita, situada en La Cañada, que con mucho esfuerzo adquirieron, aquellos apuntes se convirtieron en historias, en cuentos. Allí, con su maquina de escribir, sus cuartillas, sus libros y sus recuerdos, paso muchos momentos de sus últimos años de vida.
El 23 de junio de 1984, falleció en esa misma casita.
Los Poblados Marítimos
Prologo
Se ha escrito bastante sobre los Poblados Marítimos. Se ha fantaseado mucho. Se han gastado raudales de tinta y cientos de metros de cinta de maquina en poner sobre el papel, ideas, impresiones, sugerencias, folklore, literatura, impresionismo escrito del barato y del caro. Y sin embargo, los Poblados Marítimos, en su dimensión real siguen sin ser desflorados. Siempre la circunstancia del momento ha sido la determinante de la forma de ver esta puerta de la costa ibérica. Salvo tímidos atisbos de una ubicación real del ser de esa compleja vida que late de vías adentro, siempre parciales y de un horizonte limitado, nada se ha hecho por dar a conocer lo que fue, es y puede ser el mar valenciano en su dimensión total, en su vinculación a la vida en todas las fiestas posibles, de la ciudad de que ahora forma parte precisamente.
No es porque yo vaya a cubrir esta laguna: ni estas historias, verdadero mosaico de remiendos multicolores que pretenden fijar el espíritu actual de esa parte de Valencia, distinta y distante, a prueba de anexiones y nomenclaturas “distritales”, se mete en honduras; he fijado hombres, mujeres y lugares, en una sucesión de crónicas periodísticas, de entrevistas, de avocaciones, como Dios me ha dado a entender. Que no soy escritor, y mi placer informativo de doce a catorce años, no me ha dado más datos que los que cada día, cada semana, sacaba a la luz en mis crónicas. Periodista me considero, a despecho de encasillamientos y sutilezas burocráticas, un reportaje es todo un libro; sin honduras psicológicas, que dejo a cargo del lector, y sobrando como el indicador del esfigmógrafo, que marca la tensión arterial exacta, sin pretender adivinar la causa mediata. Presento y cuento; las motivaciones, los ocultos impulsos, la consecuencia, incluso la moraleja, no me importan ahora. Por eso no aporto solución teórica. Yo relato, informo, y mis mujeres y hombres, todos reales, forman el conjunto, el que leyere, sacará si sabe y puede la consecuencia que quiera. Cuando algún día, si Dios lo permite, escriba la marcha del Cabañal y el Grao, si procuraré ahondar, para ver de llegar al meollo, al “hondo”; ahora no; ellos hablan, yo escribo, ustedes leen, y las reclamaciones al maestro armero. Que el recadero, ni perezoso ni embustero, les trajo unas estampas vivas, para que conozcan y valoren el conjunto. Sin más pretensiones, ni literarias, ni idiomáticas. Mis mujeres, mis hombres, mis lugares, tienen su lenguaje propio. Yo traduzco, pulo un poco, y presento. Y aquí está la mercancía. Si les gusta, la compran. Si no, la culpa puede ser mía, por no saber presentarla; de mis personajes reales, por no ser interesantes; o de ustedes, por no saber comprenderlos. Porque humanidad tienen y mucha, y eso ya vale bastante.
Así que vamos avante, y boguemos hasta llegar al muelle ese donde pone “Fin”, a ver si la singladura sale decente.
Gracias a quien leyera por su paciencia, y gracias a quien lo dejará sin leer, por su sinceridad. Yo cumplo mi auto impuesta misión, y nada más. Vaya, pues, por ustedes.
Vicente Maurí
Ballester Gallart
La verdad es que la casa da una sorpresa. Por fuera, un callejón fementido, estrecho, con una pavimentación variopinta de lascas de rodeno, adoquines, piedra caliza y rodales de tierra pura donde hasta crecen hierbecillas. La calleja tiene un nombre, primero docente, luego irónico, calle de la Alegría, reza una deslucida placa de escayola. ¿Alegría esa calleja de veinte metros de larga, junto a la Iglesia del Rosario? Pues si...porque al final donde hay un portalón que pertenece al Hogar Recreativo, estaba la entrada al cementerio del Cañamelar, hoy desaparecido por completo desde hace mucho tiempo. Calle de la Alegría...No faltaba el humor en el Cañamelar del dieciocho.
Por fuera de la casa, solo se ve una valla de tablas horizontales encaladas, con su puerta de lo mismo, y la “rajoleta” del número; el 6. La sorpresa empieza al abrirla. Una enorme higuera, dos o tres grandes frutales más, ariates y plantas por todas partes, y a la izquierda en un espacio despejado, un bote de cinco metros de largo, casi terminado, de airosa silueta, de proa fina y gálibo grácil.
Pepe Ballester Gallart y yo hemos venido precisamente a verlo.
Yo no conozco de hoy al señor Pepe. Ya hace varios años que me sorprendió este hombre de tosco aspecto, calafate primero, navegante después, calafate luego, con una cultura humanística, tópicamente mediterránea, no basada en estudios, sino en lecturas continuas durante más de medio siglo, y enamorado de su patria chica, los poblados marineros, de cuyo cronicón de diez o quince lustros es el custodio fiel, que ha plasmado en cientos de cuartillas que releo con avidez.
-Yo no soy un hombre de carrera, pero siempre me ha gustado leer mucho. Y de lo que uno lee siempre queda algo, por eso parece que sé. Pero no es verdad.
-Además de leer, usted ha escrito, ¿no?
Hemos llegado al bote; Ballester Gallar lo acaricia, pasa sus manos, todavía fuertes, por las tablas lijadas. Tiene una curiosa expresión de ironía, de esa ironía buena que solo asoma a los ojos de los viejos.
-He escrito mucho; en las colecciones de “El Pueblo” hay muchas cosas con mi firma. Política, literatura...Sí, he escrito mucho.
Echa a andar. Por un sendero enladrillado vamos hacia la casa. Nos sentamos junto a un banco de carpintero, donde sujeta a unos gatos se dobla una cuaderna.
-Don Vicente me distinguía. Decía que en mí no había nada de beduino. Que yo era grecolatino con amor por el arte puro.
Cuando uno de estos de estos hombres, nombra a don Vicente no hay que preguntar. Es, desde luego, Blasco Ibáñez.
Al cabo de cuarenta años de su muerte, aún tiene carisma su nombre en estos hombres atezados, fuertes, en su ancianidad, parcos en palabras y sentenciosos en dichos.
-Era yo joven y me faltaba cultura. Leía “deslibradamente”. Zola, Zanacois, los pensadores de diecinueve eran devorados por mí. Y me gustaba escribir de ellos, de la Valencia grande, la del gran comercio mediterráneo, la que tuvo épocas, la que podía compararse a las serenísimas republicas del más digno, en que en arte, en belleza y riqueza podía competir con cualquiera de ellas. La Valencia del Consolat del Mar, de los Gremios, donde afluían los extranjeros para establecerse, al amparo de unas leyes liberales que aún no había restringido el egoísmo de unos y otros, la Valencia opulenta de las ordenanzas contra el lujo, la que vivía siempre de frente a ese mar que tenemos ahí y que era su razón de existir.
Ahora ya no es parco en palabras. Le fluyen como una cascada. Y sus ojos apagados, semivelados por los parpados caídos, cobran brillo, como si estuviera presenciando la entrada del Grao, en el embarcadero de una de aquellas galeras enjiavesadas en gualdrapas de tapices con la bandera del Dux en el mástil.
-Valencia fue grande por eso. Por su comercio exterior, por sus sabios, sus hombres de letras. Entonces no había olvidado que su estirpe mediterránea hacía de ella un país obligatoriamente culto. Martorell, el impresor, o a la luz el primer libro de España: Ausias March, Eximenis, Jordi, docenas de sabios y literatos. Aquel enorme fray Bonifacio Ferrer, para mí de más talla que su hermano Vicente....Aquella Valencia....Aquella.
Aventuramos una pregunta, y llega la respuesta rápida y contundente.
-Yo admiraba a don Vicente, más porque era un grecolatino, un mediterráneo, que por su política. En esto no paso de ser...uno más. Pero amaba la cultura mediterránea de un modo, que no podía pensar en política, de otra forma. Las democracias son todas mediterráneas. No se puede dejar de ser demócrata sin renegar de esta cultura.
La verdad es que ante el señor Pepe, cada vez se siente uno más pequeño. Su cuerpo de casi ochenta años, fuerte aún, parece crecerse al hablar de “lo suyo”. Quiero llevar la conversación hacía el motivo que yo creo principal.
-Hace años que me jubile. Ya no tengo con el oficio más relación que ese bote, en cuya construcción me ayuda mi yerno. Pero el arte del calafate esta condenado a muerte. Ya no saldrán de la playa del Cabañal aquellos veleros airosos de dos o tres palos, los faluchos de pesca, los botes de “bolig”. Ahora se pesca en barcos de hierro, que suben el pescado con aspiradoras o lo atontan con corrientes. El barco de madera cuesta más tiempo y más dinero.
A pesar del asma, enciende un cigarro. La pipa siempre vacía, que no se aparta de su boca, queda ahora sobre el banco junto a la cuaderna. No puedo evitar que me impresione el conjunto.
Es una naturaleza muerta, algo perteneciente al pasado. Y con el fondo de las palabras del viejo calafate, se acentúa la impresión.
-Hacer un barco entonces era empresa de todos. Desde el maestro hasta el último aprendiz. El cliente no contaba. Nos decía lo que quería, y cada cual creaba su parte. Si las maderas de proa no daban la línea airosa que queríamos, se quitaban, se doblaban de nuevo al fuego y se colocaban otra y otra vez más hasta conseguir un gálibo marinero. Era cuestión de honor. No había prisas como ahora. Con prisas no se puede hacer un barco de madera. Y ahora, todos parece que tengan detrás alguien que los empuje. Armadores y trabajadores. El barco de madera es ya de otras épocas.
Insinuamos algo sobre los talleres que trabajan en las playas.
-No, no. Se limitan a “fretgir i menjar”. Trabajan para los astilleros que construyen en hierro. Hacen mástiles, casetas, tambudos y cubertades, pero nada más. Ya no son aquellos artesanos de hace cuarenta años. El mundo sigue rodando...y no para.
Sin darnos cuenta, estamos de nuevo en pie y hemos llegado al bote.
-Es mi última obra. Aún veo bien, pero este asma no me deja seguido. Llevo con él dos años. Pero espero acabarlo; ya me falta poco. Y se que mis hijos lo apreciaran en lo que vale, por lo que es y por lo que representa. Está todo hecho a mano, como se hacía cuando yo era aprendiz, y cortará el agua como una navaja de afeitar. Como la cortaban aquellas galeras valencianas del dieciséis, que cruzaban a mar hacia Italia llevando sedas, joyas, azulejos y cerámica de Valencia.
José Ballester Gallart pone las manos sobre el bote. Y en su gesto hay bendición, cariño, nostalgia, amor a mar y tierra, y un algo de tristeza templada por una seneridad que en este hombre con pantalón de pana, camisa de franela, gorra negra y perfil aguilino, tiene algo de superioridad natural. Ha vivido mucho, ha navegado mucho, ha leído mucho...El mediterráneo, cultura, historia, padrinazgo de Europa, está dentro de él, como lo esta en otros hombres que por desgracia no supieron expresar con la pluma o las palabras lo que sentían. José Ballester Gallart si; puede ir tranquilo al más allá, porque ha hecho barcos, ha navegado en ellos, y ha sabido amar a la humanidad a través de su historia y su leyenda.
Un grecolatino autentico, que deja su obra –un barco- como Fidias pudo dejar la suya. Con orgullo y un poco de despectiva consideración a lo ya creado, pues por este hecho ya perdió para él, su creador, casi todo el interés.
Vicente Maurí
Cent anys i... a fosques
El señor Amadeo sintió la conciencia de sus muchos años. ¡Ochenta y siete! ¡Recordons, como pasaba el tiempo!. Parecía ayer y habían pasado ya.....¡Es igual, muchos!.
La banda desfilaba ante él con sus uniformes oscuros, dejando atrás un residuo de notas musicales caídas en el suelo, que barría el “oratget” que apenas soplaba. El señor Amadeo cerraba un poco los ojos...
El mismo día de Semana Santa, el mismo tufillo primaveral insinuándose en el aire, trayendo algo intangible pero claramente perceptible: la primavera. Unas calles sin adoquinar –aún faltaban años- con charcos y gallinas sueltas, unas mujeres lavando en la acequia del Gas, y los músicos de Corbella, los del Patronato, con sus uniformes a la última, ros con plumero y guerrera azul, acompañando a una imagen de la Dolorosa, escoltada por docenas de espantables fisgones –“els granaeros”- cuyos uniformes parecían confeccionados con tela de colgadura de muerto.
El mismo, Amadein, corriendo alrededor de los músicos, pisando los charcos que al salpicar ensuciaban los zapatos de charol de los granaderos, que furiosos, dejaban sentir en las costillas de los mocosos más de una “esplanisá” con la funda del chafarote de caballería, que ese sí, tal vez hubiera pertenecido a la guardia de Suchet, allá por el año de Maricastaña.
Las mujeres llevaban su falda de fiesta, coloreada vivamente, el “mochar” de “tomata i Ok” al cuello y muchas, cada vez más, zapatos en los duros pies. El yayo de Hamah in decía que “Aixa de les abates es un “lucho” (lujo quería decir) cerque Abas, o acaben descalces o en “espardenyes”. Y abobinaba de las costumbres del día sentado en su taburete de esparto a la puerta de casa el “Cafre”, mientras poco a poco deglutía su “gotet de canya”, un ron blanco infernal traído de “extranjis”.
Allá iban, con su Dolorosa al frente, los músicos del Patronato.
El señor Amadeo, abrió los ojos.
Nada era parecido, todo había cambiado de forma drástica, pero aquel grupo de hombres que desfilaba a los sones de “Mektub”, la lenta marcha procesional, tan vieja como el Patronato, era la misma banda, era algo del viejo Cabañal que cumplía cien años en aquel 1984, eran todavía los de Corbella, que se mantenían vivos por un milagro de tenacidad y perseverancia. Él, Amadeo, también era el mismo pero...ya no soplaba.
Continuó rememorando: cuando él nació la banda ya había salido de quintas; ya tenía veintitantos años. Todavía no estaba construido el Casinet, que albergo a la otra banda, la del “Peixet”; que sirvió de cooperativa de alimentación allá por los años veinte, con sus tiendas abiertas a huecos del edificio: tiendas “a ralla”, a pagar cuando los hombres volvían de la mar.
¡Que pequeño era el Cabañal entonces!. Todo aquello de “Cap de França”, Cagarritar, Malvarrosa, ¡bah!, ya había pasado, pero al empezar el siglo, hacia muy poco que Valencia se los había anexionado, y aún era casi un pueblo con vida propia: las barcas eran lo más importante; la mar daba de comer a todos, más bien o más mal. Pero aún eran cuatro gatos y había solidaridad, y se conocían todos, y con todos se podía contar. Ahora... valía más la pena no pensar: en la playa no había barcas, las gentes no se conocían entre sí, las cosas eran impersonales, estanterías de muñecos despersonalizados...¡Pobre Cabañal! ¡Pobre Amadeo!.
Aún escuchaba música de la banda. Poco a poco la devoraba el ruido de los motores, la altura de las fincas.
El señor Amadeo “roda el cap, entra en el bar mes proxim y demaná una copa de ron blanc, era la seua vengança contra tot, contra res, contra ell mateix, contra el temps, contra la mort i contra la vida”.
Vicente Maurí
El café del Dique
No es el último que queda de los viejos cafés del Cabañal: todavía permanece el “Polp”, “Canela”, “Royalty” y algún otro, mas o menos camuflado bajo la decoración cafeteril. “El dique”, esta igual que cuando yo era niño, cuando el dique móvil de “Botifarra” era a un tiempo el símbolo del avance mecánico, y la puntilla asestada a las cervices de los bueyes que tantas barcas sacaron al mar día tras día, año tras año.
También esta igual su clientela: al mismo tiempo que el café, con sus ladrillos, el mostrador, las mesas de mármol y hierro, las sillas curvadas, han ido envejeciendo, los parroquianos.
Es el último lugar donde se ven aún viejas gorras de seda deslucida, camisas oscuras con un dibujo de cuadros que tal vez sean iguales a las que Blasco vio en los cafetines; que así lo he oído yo llamar en mis años niños, cuando mi tío abuelo Tadeo, el de “Bola”, piloto de altura que sabia del trabajo en los mares del Sur de fin de siglo, y de la pesca en costas africanas, con su poquito de contrabando, me sentía generosamente refugiarme entre sus rodillas para escuchar las pocas frases que se cruzaban en su mesa entre la media docena de contertulios, capitanes y pilotos retirados, que se entendían casi con el gesto, mientras chupaban el puro fuerte, el “toscano” único capaz de provocar sensación en aquellos paladares que aún habían pasado años alimentándose del tasajo y la galleta de los veleros.
El cafetín da a dos calles: la de la Reina, que a despecho de veleidades político-municipales (Libertad, San Antonio, almirante Mercer) siempre se llamó así. Desde los tiempo de la Reina Gobernadora, allá por el 60: curiosa paradoja en aquel poblado marinero, donde a excepción de una minoría de caciques, mangoneadores y muñidores de trampas electorales, todos se decían republicanos, con aquel de la aureola soñadora, reformadora y progresiva del cándido siglo XIX.
Es...eso: un cafetín. El mostrador de madera, tal vez cuenta ya cerca de un siglo. Una barra dorada, como de cortina, delante, para apoyar los codos, y en un estante de madera detrás, donde se alinean las botellas y botellas, que ya no son aquellas de caña cubana o ron de Jamaica, desembarcadas a punta de revolver en la playa, aprovechando la luna nueva. En el resto del local, mesas de mármol y sillas de madera. Tal vez lo mas moderno del cafetín . Todavía recuerdo haber visto en las mesas recías y bajas de madera y silletas de enea, con medio respaldo, que tal vez hayan sido pasto de las llamas para dar vida a paellas en la “plancheta” allí enfrente mismo, donde ahora crece en selvática libertad la hierba, y pasan los trenes cada rato.
Allí esta el cafetín: como un viejo pontón anclado entre las fincas modernas, con su tripulación de viejos (menos viejos que mi tío abuelo Tadeo) que toman un café y copa, mientras con la vista mortecina, permanecen mirando ante sí, cuando en realidad miran adentro, atrás, muy atrás en el tiempo y en el espacio, desbordados por la civilización moderna. Como si no encontraran su ambiente más que aquí, en el cafetín donde tal vez se corrieron su primera juerga de mozos desembarcados, con dinero en el bolsillo y ganas de ver gente, de hablar, de divertirse...
El viejo local los acoge, los abriga. ¿Qué será de ellos si algún día desaparece?. ¿Dónde embarcaran esos viejos marineros, cada vez menos en número para trazar sus singladuras irreales, si su pontón, su nave inmóvil, les falta?. Larga vida al viejo cafetín, para que pueda ver desaparecer al último viejo de gorra de seda deslucida, de negra camisa con vislumbres de cuadros y faz cuadriculada por los vientos de los siete mares.
Esta semblanza no debería haberse incluido en el libro presente, porque el cafetín del “Dique” ha desaparecido este mismo año, y sobre su solar se levantan esas monstruosas columnas de hormigón que sostienen las modernas edificaciones. Están levantando allí una finca nueva.
El viejo pontón ha levado anclas para siempre, antes de que lo abandonara su menguada tripulación.
El nombre lo lleva hoy otro local, en otra calle, con cristalera, bar, mesas modernas, relucientes cafeteras y máquinas. Los tripulantes sin barco, atraídos por el nombre del espejo de popa, han acudido, a este nuevo dique: yo los he visto entrar, quedar quietos, girando lentamente la cabeza a uno y otro lado, pasándose por la cara de “cuerocurtido” la mano seca, pero aún ancha, se han sentado en una frágil silla de tubo y plástico, han mirado el televisor, las paredes claras, el mostrador del bar.
Y yo he visto como se levantaban, movían la cabeza y salían por la puerta de este dique, que no era el “suyo”, con un paso un poco mas tardo, más inseguro que al llegar, mientras la máquina de los discos los despedía con un ritmo, en el que tal vez hubiera un regusto lejano, muy lejano de las “macumbas” brasileñas y de los bongos caribes que ellos escucharan cuando singlaban por allá, hace mucho, mucho tiempo...
Sin faro, pronto no habrá tripulación.
Vicente Maurí
El cementerio del
Cabañal
No es el más antiguo de los Poblados Marítimos, desde luego; en el Grao hay enterramientos bastante anteriores. Pero tiene ya casi cien años cumplidos. Su centésimo aniversario se cumplió en 1968, cuando el pequeño tapial a lo largo de la senda de la Capelleta, cara al Camino del Cabañal, se ha convertido en una serie de grandes patios, con pocos árboles y muchas tumbas. Un cementerio para una población de casi cien mil habitantes, que cada día absorbe su ración de ex vivos y los sepulta en su suelo o en sus paredes, bajo suntuosas lapidas unas veces, bajo modestas cruces otras, innominados, los menos, que los cabañaleros somos amigos de que nuestros muertos tengan en su última casa una fachada agradable.
Don José Comes Barea, es capellán del cementerio desde... bueno, desde hace mucho tiempo. Desde que ya jubilado, murió su tío, Don Manuel, que lo regento durante cuarenta años como mínimo. Mas de la mitad de la historia del camposanto ha tenido como rectores a los Comes.
Ya no es joven, pero siempre tiene la misma cara alegre que le conocimos hace mucho tiempo. Habla de su cementerio con complacencia, y conoce cada uno de sus rincones, como si de su propia casa tratara.
-Estas son la primeras tumbas de que se puede dar razón: precisamente por tratarse de nichos, ya que las fosas, han sufrido Dios sabe cuantos cambios desde que el cementerio abrió las puertas en 1868.
Se trata de unos nombres, semiborrados, en lapidas de piedra arañada por el tiempo, lavada por la lluvia, y donde es difícil descifrar nombres y fechas.
Aquí se enterró – sigue el capellán – a unos soldaditos. Y aquí, están enterrados los tripulantes de un velero irlandés que naufragó en el puerto, y que son anteriores a los soldados. Es lo más antiguo que se conserva. Pero hace poco, aún se encontraron pedazos de una lapida de 1870, en la que apenas se veía la fecha. Estaba enterrada a un metro de profundidad.
El cementerio antiguo es rectangular, alargado. Enormes pinos mediterráneos crecen dentro de él, dándole un aval de antigüedad con el grosor de sus troncos.
En la misma entrada, a la derecha, hay clavado en la tierra un pequeño “stylus” de hierro con un busto de la misma materia, la leyenda reza, en relieve, “Doctor Lluch”.
Siguiendo por el sendero central, varios panteones ponen su nota barroca en el ambiente. Mini cimborrios de pretenciosa línea, puertas de capilla de un estilo indefinido, y a la izquierda, en tierra, una gran lápida, esculpida en granito blanco, con una gran cruz y un busto doble, un hombre y una mujer, a cuyos pies unas letras de oro rezan: “Mariano Benlliure”.
Aquí, con sus padres, cuyas cabezas cinceló el escultor, yace el hombre, que quiso volver a quedarse entre los que conoció en su infancia y en su juventud primera, con los suyos. Siempre hay en la tumba de Benlliure un ramito de flores. Pero nunca o casi nunca hay nada más. Ni en la fiesta de los muertos aparece apenas mucho más, una pobretona y municipal corona, cuando, Valencia entera, su circulo de Bellas Artes, sus artistas, sus hijos todos, debían seguir rindiendo culto al desaparecido. Solo el Ateneo Marítimo fue a rendirle homenaje a su tumba, allá por 1966, en un dia de Mayo tipicamente mediterráneo.
Pocas tumbas ilustres tiene el cementerio del Cabañal. Don José Comes habla de la pequeña historia:
-Esta tumba es la de una familia que durante años señoreó los destinos políticos de la gente de la huerta y mar valenciana. Aquí yacen todos los miembros ilustres, y los menos ilustres. En este nicho, hay alguien que fue gloria de la escena española. La actriz rival de Maria Guerrero, la que le hacía la competencia. Madre también de uno de los mejores actores de Europa, hijo del Cabañal. Mire, aquí.
A media altura, en la tramada, una lapida de mármol gris, ya deslucido, cubre un nicho. Y el nombre se lee todavía claro: “Amparo Guillén”. Es cierto. Ahí vino a parar para siempre, una de las mejores actrices del teatro español. La madre de Rafael Ribelles.
El segundo patio es mucho mas moderno. En realidad se comenzó por el año veintitrés. Y solo después de la guerra civil su hubo de ampliar con el tercero. Ahora son tres los que ya están prácticamente llenos, y un cuarto que aún sin concluir, ya se utiliza por precisión.
Don José Comes habla de su cementerio, de su Cabañal, como si de una misma cosa se tratara.
Este Cabañal mudo completa el que se mueve ahí fuera. Aquí, sin interes para nadie que no seamos unos cuantos, está nuestra pequeña historia de un siglo; cien años de muerte, que fueron cien o mas de vida, cuando cada uno de los que aquí vinieron a parar eran seres animados. Con deseos, con ambiciones, con cariños, con odios también... Aquí están y aquí vendremos a hacerles compañía si Dios quiere, cuando Él quiera. Sin salir del Cabañal, Solo cambiando de barrio.
Y el repiqueteo de la campanita de la puerta nos empuja hacia la puerta, hacia la vida viva, dejando aquí dentro, atrás, la vida muerta, hasta....que Dios quiera.
Vicente Maurí
La modelo de Sorolla
Se llama Consuelo Gómez. Es una mujer todavía tiesecilla, que anda rondando los cuatro veintes, muy de cerca. Recientemente, después de una vida igual, quieta y sin altibajos, ha conocido el ajetreo de la celebridad.
Le descubrió el Ateneo Marítimo, en su casa, en una de las pocas calles del Cabañal que aún conserva el ambiente de hace cincuenta años, con su adoquinado desigual, sus casas de planta baja, y sus callejones transversales estrechos, pretextos de pasillo para alinear de través más plantas bajas, algunas inverosímilmente pequeñas. La calle también tiene un nombre de solera que huele a algas y yodo. Travesía de la Marina
De allí la sacaron para el homenaje a Sorolla: los periódicos, la radio, la TV...Y ella no se inmuto ni ante las cámaras, ni frente a reporteros. Siguió su vida igual, en la casita baja que ahora tiene nevera y cocina de gas, pero que aún conserva los muebles de cuando casó la Lucía, allá por quien sabe cuando.
-Yo soy ya vieja. Veo poco, pero aún puedo coser y hacer las faenas de la casa. Todavía no soy una inútil. Y he trabajado toda mi vida.
Por la calle todavía pasan los últimos ejemplares de esos oficios que como decía Larra, “son modos de vivir que no dan para vivir”. El afilador, el hombre del burro: “¡confitura negra!, ¡Arrop y tallaetes!”; que de vez en cuando ambientaban con el pregón el trozo de Cabañal inmóvil. Por esta calle el tiempo ha pasado más lentamente que por otras.
-Me acuerdo de don Joaquin, y de su señora; sí; él era un hombre con barba, de gesto fosco, de hablar malhumorado, pero buena persona. A mi me conoció cuando iba a venderle pescado fresco de la playa a su señora, y la priomera vez que me pinto fué así. La señora estaba de pie y yo agachada, pesando unos “mollets”. Me dio una peseta y un caramelo y después vi el retrato: estábamos las dos muy bien, era un cuadro pequeñito que después estaba colgado en el recibidor.
Consuelo Gómez, la tía Consuelo, sabe que su figura, inmortalizada por Sorolla tres veces, ha merecido también esa inmortalidad, no se sí más duradera, de la reproducción de un sello de correos. Lo tiene y me lo enseña.
-Aquí tenia once años, y ese traje me lo dio otra señora que veraneaba en el Cabañal, porque a una hija suya se le quedó pequeño. Yo era muy espigada y bastante bonita; y cuando pintaba ese cuadro en el estudio, me tenía quieta tanto rato que al fin, no podía más. Entonces se daba cuenta y me decía: “Descansa, xiqueta”; y me daba un caramelo. El último dia de los cuatro que le costó hacer el retrato, estuve más de dos horas sin poderme mover. Cuando rebullía, me rugía: “¡Estate queta!”. Y con aquellas barbas y las cejas, me daba un miedo que me quedaba como una estatua.
La niña del sello, la niña del cuadro, es efectivamente espigada y bonita. Lleva una cestilla con pescado y tiene unos rasgos de esos que a Sorolla le gustaba pintar. Medio morunos, de trazo rotundo, piel atiesada, ojos oscuros...
-Ya no he vuelto a ver el cuadro. Me han dicho que esta en América. Hace bastantes años hubo en el Ayuntamiento una exposición de cuadros de don Joaquin y fuimos a verlos la Pepina, Dolores y yo, que las tres tenemos cuadros que él pintó, pero como ibamos con alpargatas, no nos dejaron entrar. Y eso que allí dentro había un cuadro de la Pepina.
La intransigencia pastoril no les permitió verse admiradas en aquellos lienzos con marco suntuoso que valen millones, y fueron pagados con unas pocas pesetas aún a quienes sirvieron de inspiración y modelo.
-A mí me daba dos pesetas cada vez que me pintaba. El cuadro del sello, me “valío” dos duros. Y mi madre me compró una falda de flores, y mi padre me trajo un pañuelo de “tomata i ou”, que me sentaba muy bien; ¡lo que yo presumí con aquel pañuelo!.
En la calle el guirigay atruena. Han dado suelta a los niños de una escuela vecina, y hasta la planta baja, con la puerta abierta, llegan sus gritos. Dos diablejos camineros irrumpen en ella.
-¡Iaia, iaia!
Y como niños del día, no se inmutan ante el extraño: uno pide agua, mientras tira la cartera en una silla, el otro se va al corral de donde coge unos juguetes.
-¿Voleu estar quets? ¿No veéu que ni ha visita?
No quieren ver nada, el bebedor de agua deja el vaso en el mismo borde de la mesa y se lanza a la calle tras su hermano, disputándole los indios de plástico.
-Yo no se como son ahora los chicos. En mi tiempo una visita de fuera nos dejaba callados y quietos como muertos. Ahora ni se preocupan. Ya no les enseñan urbanidad.
Si, tía Consuelo, que llamarla doña Consuelo, creo que será más irrespetuoso. En las escuelas de hoy ya no se enseña aquella asignatura, es cierto; pero los niños son así más naturales, más sinceros. Usted, por urbanidad, estaba horas ante la barba y los ojos de don “Juaquin”, mientras él pintaba y pintaba. Y luego aceptaba agradecida aquellas dos pesetas que usted pensaba que no había ganado, porque se las dieron por no hacer nada, por estarse quieta.
En la calle reina la tranquilidad; cada chico se ha ido a su casa, y la sobrina, que hijos no hubo, de
-Ha tenido muchas visitas, ¿sabe?. Se ha hecho celebre porque es la última modelo que queda viva de Sorolla. Pero a ella parece que no le da importancia. Como si no fuera nada con ella.
Y al mirar a la tía Consuelo, le sorprendo en los ojos una chispa de ironía riente, una mirada que desde la lejanía de los ochenta años, mira con un algo de burla divertida estas pequeñas vanidades, con la perspectiva de una larga vida que los reduce a todos, incluido don “Juaquin” a una dimensión, no se si real, pero me parece, me parece, que bastante justa.
Vicente Mauri
Las fiestas de la calle
¿Por qué habrán desaparecido las fiestas de la calle?. En el resto de la ciudad, apenas alguna tímida supervivencia; en los Poblados Marítimos, ni aún eso, si bien eran los lugares donde más dilatadamente se mantuvo la tradición.
La fiesta de la calle hoy no existe; ha sido sustituida por las fallas. Ya hace muchos años, ¿diez, doce?, que vimos por última vez engalanarse la de San Pedro, medio marinera, medio labradora, con los farolillos, las cadenetas de papel y las banderitas multicolores pegadas con “farinetas” a un hilo de palomar, atadas de lado a lado de la calle a los balcones, y formar un dosel bajo el cual, un “contamos contigo” decimonónico y humorístico, se disputaban reñidas competiciones de velocidad dentro de saco, de “trencá de perols” que dejaban por sorpresa, no siempre agradable, su contenido sobre el esforzado paladín de los ojos vendados y el bastón, entre las risas del corro.
Estas y otras eran las distracciones que se brindaban en aquellas fiestas de regusto antiguo, con olor a flor vieja, prensada entere dos paginas, con reminiscencias a tiempos sin televisión, sin radio, sin cines, sin prisa.
Entonces cada barrio era una isla, y cada calle un feudo; ir a Valencia, el trabajo casi siempre estaba en el Grao, lo más lejos; era una aventura casi... El tiempo se ha ido tragando, con ese ruido de masticación que son los segundos, todas aquellas cosas viejas.
Ahora todos corremos, siempre en pos del momento siguiente; el ayer muere en el acto, hasta el recuerdo, el hoy lo pisoteamos al pasar sobre él, el mañana, sencillamente, no existe. Corremos tras no sabemos que, empujados por no sabemos quién, y sin saber para qué.
-No podría ser; para hacer fiestas de la calle de las que usted me habla, eran necesarias unas condiciones distintas, en la gente y en la vida. Mientras existió el espíritu de vecindario, fueron posibles. Eran calles con solera de años y años, con las mismas familias en las mismas casas...
Don Salvador Soler Balaguer ya es mayor. Tanto, que durante muchos años pudo ser el impulsor de las fiestas de su calle, la de San Pedro. Ahora...
-A los trece años, cuando volvíamos de la huerta, los chicos nos poníamos a jugar en la plaza de San roque. El piso no variaba mucho con la huerta; charcos, hoyos, piedras... La calle, igual que la plaza, el adoquinado vino mucho después.
Don Salvador se ha lanzado por el camino del recuerdo. Y yo le dejo hablar, es la mejor forma de que llegue a lo que uno quiere saber. Y al fin llega.
-Cuando se acercaba San Pedro, empezaba el jaleo. A los chavales nos reclutaban por las buenas o por las malas, nuestras madre, porque en realidad la mayor parte del trabajo lo hacían ellas, y empezábamos a medir hilos, a pegar banderitas, o a dejar la calle limpia de piedras y hoyos, según el sexo y la edad.
La verdad es que uno se asombra un poco ante esta noticia: eran las mujeres las que llevaban el palo de la gaita. Y expresa su asombro.
-Pues no le extrañe. Se trabajaba de sol a sol, o más aún, los hombres llegaban tarde. Así que las mujeres eran las únicas que tenían tiempo para dedicarse a preparar la fiesta. Pero nunca faltó en grupo de padres de familia y otro de chicos solteros, con ganas y humor para dirigir los planes festeros.
Entre disquisiciones y trepando por los cerros de Úbeda, llegamos a saber más.
Había una tasca, la de Vicente, “El Quinto”. Estaba poco más o menos donde hoy se levanta una escuela nacional. Y aquel era el cuartel general de la fiesta de calle, al amparo de los barriles, que calmaban la sed de las “fuerzas vivas” con el vinillo de Pedralba, Liria o hasta de la mismísima Mancha, traído en los carros de Tofolet, con sus cinco caballerías enganchadas en reata. Yo aún los he visto.
-Allí, los tres o cuatro días antes, había reunión. Venía el que quería que a nadie se llamaba ni se echaba. Y de allí salían los festejos “mayores”, que el adorno de las calles y el arreglo del piso eran cosa de mujeres y niños.
-
Un par de días antes se hacía la colecta; y la calderilla (plata poca o nada) iba cayendo en el saquito de tela que antes sirvió para llevar pan o el almuerzo al trabajo, y luego volvería a su menester, tras haber sido unas horas opulento recipiente de una
pequeña fortuna, veinticinco o treinta pesetas.
-Con aquel dinero sobraba. Comprábamos los peroles y pagábamos a tres o cuatro músicos de la banda del “Casinet”. Los sacos los “prestaban” en el puerto. Y, a la víspera del Santo, ya estaba todo listo. Y aquella noche...
¡Noche de vísperas!. Al siguiente día nadie iba al trabajo. Y se bailaba al son de la música, vals, chotis, polka, habanera, hasta que el sueño, el cansancio y el vino del “Quinto” iba aclarando las filas. Unas horas de silencio, y....
- ¡La fiesta gorda!. Diana con música y unos cuantos petardos. Luego, a desayunar con aguardiente y “armeletes”, recién salidas del horno. Después la misa en la Iglesia de los Angeles, para las mujeres, los niños y los dos o tres que iban a ella, mientras que en casa de el “Quinto” el resto de los varones se comía su almuerzo, aquel día más “ilustrado”, y se enzarzaban a tal o cual partida de “truc” vocinglera, furibunda y ensordecedora.
El día terminaba con la “procesó”. El Santo, caminante de cómodas y mesas durante el año por “su” calle, se pagaba su fiesta religiosa. En la peana había una “lladriola” donde cada devoto que lo tuvo en su casa, ponía...lo que podía o quería, menos mal que no sacaba. El cura se conformaba con lo que salía al romper la hucha, y el tanto de la cera. Y San Pedro en lo alto de las andas bamboleantes, más por el etílico que por el terreno, paseaba su calle tres o cuatro veces. De allí, a casa de quien lo quisiera tener, y en el acto a bailar de nuevo hasta que la noche ya no era joven y el pensamiento del trabajo próximo acuciaba al descanso.
Vicente Maurí
La calle de Chapa
Solo queda una casa. Entre almacenes, fincas nuevas, derribos, pavimentos levantados, un adoquinado del año del charlestón. Una casa pequeña, de planta baja y piso, vieja, muy vieja, con el numero 4 en la puerta y la “rajoleta” denominadora de la calle.
Todo lo demás se lo ha llevado el tiempo, desde aquel 1936 en que cada día, y a veces un par de veces al día, asomaban en el aire los Ju-52, la pava, y dejaban caer sobre el puerto y aledaños las bombas entonces terribles, que hoy casi son juguetes. Pero que mataban las cosas, las aceras, los caballos, los barcos, los hombres...
La calle Chapa era algo muy importante en el Grao. Era precisamente, con su paralela, la del Muelle de Tierras, también desaparecida, donde se encontraba toda la vida portuaria valenciana. Allí estaban los consignatarios, los navieros, los exportadores; allí estaba la casa que comprara el Barón de Rotschild en Valencia, Dios sabe para que. Una horrible edificación casi esquina a la avenida del Puerto, con cariátides, columnas, “loggia” veneciana en lo alto. La verdad, horrible.
Allí estaba también la “otra” vida del puerto, los locales que alegraban la vida del desembarcado por mas o menos horas. Había verdaderas instituciones; yo he conocido a Greta Werner (en paz descanse), una danesa menuda, nerviosa, que allá por el treinta y tantos sumaría los cincuenta y que en Valencia había acabado sus singladuras de “profesional” con el montaje de un bar, al que puso su nombre, y que era el centro de atracción general. “Casa la Greta”. Es un nombre que aún recordaran muchos, de mi edad hacia arriba. ¿Qué cual es?. Lo siento no estoy autorizado a decirlo...precisamente por esos muchos.
Estaba el cine “El Dorado”; un salón totalmente a tono con la calle, muy “in”, en la alocución actual, un autentico teatro-cine, salón de marineros, que aún alcancé a conocer de madera casi su totalidad. Casi como un “saloon” de película del Oeste.
El Dorado practicó hasta el final un sistema que le dio resultados: cine y “fieras”. Bueno, las fieras eran, para los “graueros y cabañaleros”, las “chantenses” “disenses” y “dansenses”, que actuaban después de la película. De la jerarquía artística vale más no hablar. En cuanto a la calificación moral, el sistema clasificador actual de TVE tendría que buscar sitio para poner rombos, ya que tal vez llenara el cuadro del escenario.
Por cierto que allí debuto, a decir de los contemporáneos, una artista que luego había de dar al genero “infimo” español, que ella hizo grande, días de gloria. Se trató de Concha Piquer, de las hermanas Piquer, no sabemos ni en que año, ni siquiera si es verdad, porque yo, a doña Concha no se lo pregunto, la respeto demasiado. Pero es curioso y...”si non e vero, e bon trobato”. ¿No?. Claro que la Piquer era entonces (no se que fechas) una niña, y supongo que no estaría incluida en lo de los rombos.
La vida galante, la vida comercial, el desenvolvimiento de la actividad marinera, estaba concentrada en la calle de Chapa. Corazon del puerto valenciano, latía haciendo circular por toda la ciudad una vida multicolor. Comercios, negocios, exportación, Greta Werner, El Dorado, la casa de Rochil, la naranja, el vino, los marineros, los pescadores, los golfos del puerto, un batiburrillo variopinto y “zuluaguesco”. Pero que conformaba una vida que fué perdiéndose.
El viejo corazón marinero, machacado por las bombas, arrasado por los hombres, aún latió débilmente un par de años después del 39. Fue el paseo vespertino del Grao y del Cabañal, e intentó renacer. Pero “El Dorado” había volado un 3 de octubre de 1937, al mismo tiempo que media calle, cuando como pájaros de mal agüero pusieron sobre él sus huevos con aletas. Greta, intentó vegetar en los restos de su casa. Los consignatarios buscaron nuevos despachos, y la vida marítima murió en Valencia. Después entró la piqueta municipal, y hoy, solo queda esa casa solitaria, con su placa de “Calle de Chapa”, que el día menos pensado desaparecerá sin pena ni gloria, y sin que casi nadie se entere de que era lo último que quedaba del autentico barrio portuario de la ciudad.
Vicente Maurí
La Semana Santa
Es un tema un poco difícil de tratar, al menos para mí. De un lado me tira mi condición de hijo del Cabañal, mi amor inmenso por este terruño bañado por el mar, y de otro, la objetividad, relativa, claro está, que me han inculcado quince años de escribir cada día para la gente, procurando informarle con veracidad.
Blasco, en “Flor de Mayo”, describió la procesión del encuentro; de un modo crudo, realista, un poco feroz para mis ojos, completamente ajustado a la realidad; que así somos la gente del Cabañal, sentimentales, rudos, abiertos, de mal genio, y lo mismo lloramos ante un momento emotivo, que nos liamos a linternazos por un quitame allá esas pajas.
Pero yo, que cuando quiero escribir algo medio decente, leo un par de días a Blasco para que se me “pegue” el estilo, me rebelo contra esa descripción; no quisiera que fuera así. Y busco otras facetas en ella, quiero encontrarlas, y buceo en los sentimientos y en las gentes.
Poco encuentro de lo que busco; la Semana Santa de los Poblados Marítimos tiene su belleza en algo muy distinto al fervor religioso; es una fiesta pagana de primavera, adaptada al trasfondo religioso del siglo XIX, en que no era posible celebrar a Cibeles ni Neptuno, y menos a Baco, y coloreada con el espíritu artístico de los pueblos mediterráneos, es casi, casi, un carnaval grecolatino con pasos en vez de carrozas. Ni los más tristes y lúgubres motivos de la Pasión, resultan tales en los pasos; todo ríe, todo huele a besta y a mar, a primavera, a luz.
Hasta el encapuchado inquisitorial se viste aquí de colorines. Blanco, naranja, amarillo, azul celeste; una gama de colores que alegran la vista. El número es algo suntuoso, oriental, lleno de luces, de color; apenas la noche quita algo de vitalidad. Lo único serio de la Semana Santa marinera, los Cristos, están como un poco desplazados, no encajan en el contexto de ese relato largo que es el entierro. Pero es bellísimo.
Merece la Semana Santa Cabañalera; la “grauera” murió a manos de amor propio mal entendido, orgullos tribales y egoismos personalistas; un poco más de extensión al ocuparse de ella. Y eso quiero hacer; tal vez alguien se sienta molesto por alguna cosa que escriba, que me perdone y que recuerde lo que antes dije de la objetividad y el cariño a mi pueblo.
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¿Cuándo empezó?. Tal vez allá por el siglo XV. Cuando Vicente Ferrer, el dominico del verbo inflamado y la piedad agresiva, andaba por Valencia hablando a todos. Cuando fundó en el Grao, en Santa Maria del Mar, aquella cofradía de mareantes que se disciplinaba en las procesiones. Tal vez más tarde, cuando en el XVIII se hacia en Viernes Santo la procesión de la Dolorosa. No sé, ni creo que nadie sepa con certeza. Se conoce muy poco de la historia de Villanueva del Grao y Pueblo Nuevo del Mar. Lo único que se ha recopilado le ha costado a don Joaquín Díaz Pérez mucho trabajo y muchos sinsabores.
Lo primero que se sabe es que el anacrónico, operetesco e inadecuado cuerpo de granaderos de la Virgen, nació después de la ocupación francesa, cuando Suchet, en un intento diplomático, mandó una guardia de honor a esa fiesta de la Dolorosa. Les gustaron a los “graueros” los uniformes de la guardia y años después los copiaron... y hasta ahora.
Los sayones, no son otra cosa que la trascripción, tal vez obra de unas intelectualidades no muy eruditas y algún florero, o sastre de teatro de hoy día, con ganas de alquilar todos los trajes militares de los dramas histórico-románticos, de unos judíos convencionales, al gusto del que pagaba, pero que casaban admirablemente con los granaderos y los encapuchados, por aquello del contraste.
En fin, en realidad, solo hace unos setenta u ochenta años que se puede hablar de Semana Santa en los Poblados Marítimos. No es mucho ni poco. Es bastante para que tenga su solera.
El sol, la huerta y el mar, y que me perdone Marquina, lo llena todo en Valencia. Son sus esclavos, pero también sus señores. Y también llenan la Semana Santa Marinera, ahora Valenciana por obra y gracia de un abrazo de la fiesta, del que Valencia no creo que se haya enterado.
No hay manera de encontrar un solo gramo de tristeza en sus desfiles. Los tambores aquí no suenan, no pueden sonar, como en Valladolid o en los paramos castellanos. Las bandas de trompetas cantan la primavera, “ y la niñas tulliditas, vestidas de bermellón”, de que hablaba Blasco, se han convertido en guapísimas jóvenes, vestidas fantásticamente, y a las que hay que mirar detenidamente para averiguar, por un símbolo cualquiera que llevan en su mano, que pasaje de la Biblia, que la Pasión se quedo corta, representan. Casi suman tantas como los hombres. Y son las sacerdotisas de la fiesta de Primavera, mucho más que la conmemoración de aquellos dias tristes.
¿Por qué no buscar explicación al simbolismo, por el camino de la conmemoración gloriosa de la redención de la humanidad? ¿Por qué no creer que un “Aleluya” anticipado al “Resurexit” más que un “Miserere” perpetrador del deicidio?. Tanto vale una definición como otra, y para mí, mediterráneo cien por cien, está mía vale más que las que perpetúan la tristeza, la negrura y el silencio de los días oscuros.
Vicente Maurí
El trenet
Entre la gente del Cabañal, Canyamelar, y el Grao, el ”trenet” solo puede ser una cosa: ese ferrocarril eléctrico de vía estrecha que circula entre la puerta de la Aduana del puerto, y la estación de los económicos de Valencia, pasando por la Termas, la Cadena, la Carrasca y Benimaclet. Ya pasa del medio siglo desde que se puso en marcha la línea, y todavía sigue – y ojalá dure muchos años – haciendo su recorrido por fuera del casco urbano circunvalando por el norte y el oeste los poblados marítimos.
Para los que empezamos a peinar canas, o a no peinar pelo apenas, que de todo hay, el trenet es algo muy ligado a nuestra infancia. Era entonces una forma de trasladarse a la capital, distinta del tranvía o los autobuses que salían de enfrente del Royalty: era algo así como un medio más aristocrático de transporte, democrático y ustedes perdonen el “calembourg” barato.
Para nosotros, niños, ir en el trenet era un poco tentar la aventura. El trenet iba por la huerta, por aquella huerta de los años veinte, sin horizontes de edificios de diez pisos, llena de chopos a lo largo de las acequias, que temblaban con la brisa, que inclinaban las cabezas al paso del veloz artilugio que en veinte minutos cubría su recorrido. Era viajar, viajar en toda la acepción de la palabra, por una vía casi de verdad, entre campos, viendo pasar los postes por el lado de la ventanilla y oyendo en traqueteo isócrono de las ruedas al pisar las uniones de los carriles.
Tenía el trenet su clientela “sui generis”: mujeres, muchas mujeres, que siempre fue el transporte apto para la poca prisa del ama de casa huertana que “anaba a Valencia”, a sus compras extraordinarias y con ellas los niños, “els menuts”, que como nosotros, todos los niños al fin, gozábamos con aquella asomada al mundo de la velocidad.
Pero cuando el trenet cobraba una fisonomía totalmente personalizada, era los domingos y días de fiesta; se llenaba entonces en las estaciones de cabeza y mediado trayecto, de grupos masculinos y familiares que iban a pasar el día fuera, que siempre fue el pueblo favorable a la escapada al campo, premonición de principios de siglo de las salidas de fin de semana. Las familias, cargadas con toda clase de bártulos, para poder gozar de unas pocas horas de descanso en la fuente tal o cual sitio. Descanso bien ganado tras la caminata agotadora, y que menos mal si no terminaba con la desilusión de llegar y encontrar la fuente seca, o poco menos. Botas, sombrillas, sillas plegables, cestas, enormes cestas llenas de cosas buenas, telas para tender entre dos árboles y crear la sombra “do no la hubiera”. Y los grupos masculinos, ya inmersos en su “chala”, alborotando, cantando y haciendo pronósticos sobre el resultado de las partidas de truc de la tarde, después de la paella, cuyos ingredientes custodiaban los dos o tres de la confección, un poco más serios que los comensales rasos, en virtud de la investidura gastronómica que les daba el transportar a hombros, los pollos, los conejos, y los sacos de arroz, el pan y demás zarandajas.
El trenet era un nexo de unión entre la huerta y la ciudad, era el lazo casi único.
Cordón umbilical que conectaba la urbe apenas empezaba a despojar el cascarón de pueblo, con su alma mater, la huerta.
Todo ha ido cambiando, el paisaje ha perdido los chopos y ganado edificios, la huerta ha perdido los caballos y carros y ganado automóviles. Cada vez la invasión del cemento ocupa más posiciones, ahoga el verde de los campos, cada año se silencia un instrumento más de la orquesta que interpretaba aquellos amaneceres de la “Barraca”. Pero el trenet sigue impertérrito circulando por los mismos sitios, sin importarle que donde hubo durante decenios una alquería, se levanta ahora un mazacote de hormigón que hacina dentro de sí cientos de personas, que donde corría, como sangre, una acequia de agua roja y viva, hay tan solo una zanja llena de desperdicios de plástico. El sigue haciendo sonar su pito anacrónico, y desmenuzando años de vida con el paso de sus ruedas.
El trenet no ha evolucionado, sigue en el mismo pie de vida, con sus vagones de anteguerra, sus asientos reversibles con tornillos de cobre – es el único sitio donde he visto tornillos de cobre – sus cobradores que parecen detenidos en el tiempo, pese a sus edades varias, al conjuro del ambiente del trenet.
Sigue con su clientela huertana, sus mujeres, sus niños, es casi el único sitio donde aún se ven grupos de chaleros arrancados de un sainete de Escalante. Aún los niños juegan a la aventura al asomarse a las ventanillas y mirar pasar los árboles.
A veces, cuando está anocheciendo, el trenet parece, al cruzar la huerta, un enorme gusano de luz que se alimenta de hombres vivos, mientras cada zarpazo de la noche huertana –en la ciudad ya es oscuro hace rato- roba una casa, una barraca, dejando en su lugar una luz como testimonio de que allí había una vida. El trenet sigue corriendo por su vía de siempre, gritando con la voz de su pito, que él es el testigo único, verdadero, de la vida de medio siglo largo de campos, de casas, y que no le importa verlas ir desapareciendo al golpe de una urbanización sin amor al pasado, mientras siga corriendo por su vía, cada vez que pase el trenet, veremos con los ojos de dentro de aquella huerta, aquellos chopos, aquellas acequias...
¡Larga vida al trenet de la Cadena!
Vicente Maurí
Pepica “La Pilona”
El cine es... el cine típico de barrio. Aquí ví mis primeras películas, y aquí las han visto mis hijos. Ni ha variado el aspecto de la sala, ni la “clientela”. Ni las películas. Ayer de vaqueros, hoy de marcianos y gansters, siempre proyectadas con el fondo musical de las cortezas de cacahuetes, el niño pequeño que llora, y la ingenua participación en la acción de la pantalla del respetable, que despierta las iras de los mayores cuando se entusiasma con el “bueno” o apostrofa al “malo” de turno.
¡Mis diez años!, ¡Que lejos, Señor...!. Mis hijos ya empiezan a ir a otros cines, ya no tiene el Imperial el embrujo mágico de un par de años atrás, cuando para ellos era algo maravilloso, la puerta al mundo de la aventura.
Pepica, “La Pilona” está allí. Comiendo cacahuete y bebiendo tragos de una botella de zarza que deja en el suelo a su lado.
Hola Pepica, ¿Cómo estás?
Jo bé, fill meu. A vore el cine y a berenar. ¿No vols?
¿Cuántos años tiene Pepica “La Pilona”?. Ni lo sé ni me importa. Para mí es eterna. La conocí de niño como ahora, vestida de negro, con su pelo estirado, su motete siempre tieso, sus modales desgarrados, su lengua viperina en la que el lenguaje marinero más crudo adquiere nuevas facetas, con increíbles retorcimientos del insulto, que en ella alcanza límites sublimes cuando la provocan, y esto es muy a menudo.
A mi m’agrada molt el cine, ¿saps?. I sempre vinc al Imperial. No perque no puga anar als atres cines, pero m’agrá este. ¡Mira! ¡Sinverguensa!. Ara voras cuant vinga el xic. Te té que fer la cara com tres en ralla. ¡Granuja!.
Ella sigue la película con emoción infantil. Yo la miro y recuerdo.
Ha vivido muchos años en una barca vieja, la tengo en casa pintada a la acuarela, regalo de un buen amigo, una barca destartalada, varada en la playa. No sé porque, aquella barca me recordaba la de la “seña Tona”, de “Mare Nostrum”. La puerta en la quilla, la ropa tendida, las gallinas picoteando... No le faltaba un detalle.
Y un día la barca ardió. Yo la ví arder, y vi a “La Pilona”, a Pepica, quieta, muy quieta, mirando como se destruía el único hogar que había tenido en su vida, su primer y último techo. Ahora no sé dónde vive, ni quiero saberlo, porque me dolería saber que no vive en ningún sitio.
La luz se ha encendido. Un alto en el desfile de caballos corriendo entre las montañas, con el “malo” sinvergüenza perseguido por el “bueno” perfecto.
Escolta, ¿has vist el retrato del meu fill?.
¡Es cierto!. Pepica, “La Pilona”, tuvo un hijo. Un hijo acaso, del amor, vaya usted a saber, pero un hijo. Y Pepica renuncio a él; porque no quería arrastrarlo a su existencia moribunda, a su vida de salto de mata. Y con otras familias se crió y creció. Y hoy es un hombre con uniforme militar que en la foto sonríe contento de la vida.
Grasies a Deu, es un home. Un home complit. ¡Fill!.
Cuando besa el retrato, tengo que volver la cabeza. A pesar de su fealdad, de su aspecto poco atractivo, hay algo en Pepica que me hace subir agua a los ojos.
Está molt bé. Crec que te novia y va a casarse. Es guapo, ¿veritat?
Sí Pepica: tu hijo es guapo. Sobre todo para ti. Pero tu tienes también ahora una belleza que no imaginas, y que te hace cambiar de aspecto.
La luz se apaga, y en la pantalla sigue el desfile de caballos, los tiros y los puñetazos.
Escolta, tete: ¿ no tens un duret pa “la Pilona”?. Es que s’acabat el cacau
Allá va ella a por más cacahuete. Cuando vuelva, yo ya no estaré aquí. Y al buscar la salida del viejo Imperial, un impero de viejas cortinas, decrepitas butacas y piso de cortezas y mearrinas, no puedo evitar el ir pensando en ti.
Pepica: tu pides un duro para cacahuetes, tu vas al mercado y pides de puesto en puesto, y contestas con puñaladas verbales a las “señoras” que te increpan porque las rozas, y sonrojas con tu lengua a las pescadoras viejas. Y sales de allí con una cesta llena de cosas de comer que te han dado. Porque te quieren todas.
Pero lo que no sabéis tú y todas esas “señoras” que te desprecian, es que –yo lo he visto- cuando has salido del mercado, has encontrado a una anciana pidiendo sentada en la acera; y que Pepica “La Pilona”, la loca, la desvergonzada, el tipo popular, ha volcado la cesta en su regazo, al tiempo que decía:
Tin, agüeleta, ya tens para hui. A Pepica li’n donaran mes ahí dins. Ala, ves a casa y pa hui ya estas arreglá.
Y has vuelto al mercado a seguir exigiendo con palabrotas, a seguir pidiendo con zalamerías, más cosas de comer.
¡Sé tantas cosas de ti, Pepica!. Sé que mendigas, que pides tebeos viejos en las “paraetas”, que los almacenas en tu tugurio, allá donde este, y que cada tanto viajas al imperio del dolor, de la renunciación, al exilio más doloroso que es Fontilles, y allí entregas esos tebeos, esas revistas, esos papeles que te dieron creyendo que las ibas a vender, y que ninguno de los donantes, que tienen mas que tú, -aunque tú tienes cosas de más valor- se le ocurrió mandar por propia iniciativa. Lo sé, porque te he seguido a veces, porque siempre he escuchado lo que me han contado de ti. Y ¿sabes?, te has ganado algo que tal vez no tenga valor pero es sincero. Mi respeto. Porque vives como quieres, porque no te agarras a la rueda de la sociedad, porque en tu mente, tal vez no normal, pero nunca subnormal, no ha entrado nunca el pensamiento de que eres inferior a otros. Porque tuviste un hijo, lo único tuyo en tu vida y lo diste sin egoísmo, por amor. Porque diste a la anciana tu cesta. Porque te diste a ti misma con la misma facilidad con que se realiza cualquier acto común, porque vives al margen de todos. Por todo eso, Pepica, y por muchas cosas más, donde todos te desprecian, yo admiro, donde otros increpan, yo comprendo, donde otros ríen, yo me afecto al comprender que tú sabes de tu soledad, de tu horrible soledad sin redención, aunque no lo digas y explotes tu mala lengua y tu desgarro.
Vicente Mauri
NOTA: Pepica, “la Pilona”, acabo sus días en el sanatorio de San Juan de Dios, junto a la playa donde vivió. Sus restos fueron enterrados en el cementerio del Cabañal, en un nicho de la parte nueva. Transcurridos cinco años, los depositaron en una fosa común. Nadie pagó la renovación.
CUENTOS
El Obús
El demonio del Levante, soplaba fresco. Envuelto en el capote de fieltro, José, se volvía a veces de espaladas a la mar, maldiciendo en voz baja, no valía la pena hacerlo más fuerte contra el mamón que, días antes, había prendido fuego a la caseta, encendiendo fuego dentro para calentarse. ¡Cosas de la guerra…!
José era carabinero y como tenía cuarenta y nueve años, lo habían destinado al servicio de costas, porque no servia para el frente. Toda su vida en el cuerpo, y al final de ella, se encontraba en plena guerra, la guerra que él soñó, inútil para el frente y prestando servicio en la playa.
Al volverse tropezó con el fusil, se enredo y cayo sobre la arena e largo a largo. ¡Me … en la mar! Le habían quitado su tercerola Máuser y le habían dado aquel trasto ruso, más largo que un día sin pan, y que no servia para nada. Decían que los mausers hacían falta en el frente; y así debía ser. ¡Me… en la mar!.
Y al musitar la frase, se acordo que estaba allí, vigilando la mar precisamente. Se acabo de levantar, se sacudió el capote y de nuevo miro hacia allá, al horizonte; bueno, donde estaba el horizonte, porque en una noche como aquella… Hoy si que no había peligro de que se acercaran los fascistas a desembarcar. Había levante y estaba oscuro.
¿Oscuro?. Y con relámpagos, allá, en la línea del horizonte. Dos, tres…
Y de pronto sobre su cabeza sonó un aullido, venía de la mar, fue creciendo, creciendo, pasó por encima, bajó de intensidad. José se fue volviendo hacia el sonido y pudo ver, en el pueblo, casi frente a él, un relámpago tremendo, cegador, y un segundo después, le llegó la explosión, fuerte, desgarradora, de metal rasgado. Y casi enseguida otra, y un aullido, y otra explosión…
José se encontró de nuevo en la arena, tumbado de bruces.
-¡Es artillería!, ¡por mar!, ¡el desembarco! – pensó - ¡Alarma! ¡Alarma!
Se hecho el fusil a la cara y empezó a disparar hacia la mar, como si sus balas pudieran llegar hasta el lejano acorazado y fulminarlo. Cargaba y tiraba, cargaba y tiraba… Los compañeros lo encontraron completamente enloquecido, pegando culatazos en el costado de una barca, mientras gritaba:
-¡Fuera fascista! ¡Vete! ¡Canalla! ¡Fuera!
En la calle Pintor Ferrandis, el señor Marti abría la puerta de la casa, para irse a cenar. La partida en el casino de Pescadores, el “Casinet”, se había prolongado, y la “compañera” estaría cabreada. ¡Bueno!, ya se le pasaría…
Un silbido raro, como un gemido que venía de la parte de la mar, le hizo levantar la cabeza, y alcanzó a ver, en lo alto, algo luminoso, llameante, que cruzaba rapidísimo, mientras el grito crecía, y… ¡blam! ¡Allí! ¡En la Plaza de los Ángeles! ¡El… lo que fuera, había caído allí! ¡Por casa de su hija!
Dejo la puerta con las llaves en la cerradura y salió corriendo. Por encima pasaba otro de aquellos, y de pronto recordó: ¡Artillería de mar! ¿Cómo en el año 14!.
Y llegó a la plaza. Todo estaba tranquilo, la casa de su hija, entera. Le había engañado el oído.
Se abrían las ventanas. Se abrió la de su hija y asomo el yerno:
-¿Qué pasa, pare?
-¡Es per mar! ¡Per mar! ¡Baixeu d’ahí!
Desaparecieron las de la ventana. Al cabo de unos segundos estaban abajo. Y juntos anduvieron irrazonadamente, camino de la mar, cara a los obuses.
En la plaza de San Pedro, ahora Miliciano Escartí, se encontraron con la abuela. Había salido despavorida a buscar a su marido, y al no encontrarlo en el casino, siguió hacia casa de su hija. Se reunieron los cinco, y se resguardaron en el muro del horno, como si aquella pared fuera invulnerable.
De la plaza de los Ángeles venía gente corriendo, a medio vestir, con mantas echadas por encima, de mala manera, gritando…
-¿Qué ha pasat, Nelo?
El interpelado se detuvo.
-Per mar! ¡Es per mar! ¡Venen ahí!
-Pero… ¿quí?
-¡Venen! ¡Venen!
Del camino del cementerio llegaban a toda velocidad, seis o siete camiones con las luces apagadas. Pasaron de largo, y se pudo ver que iban erizados de fusiles. Desaparecieron rumbo a la playa.
Habían cesado los cañonazos. En realidad fueron cincuenta y tres los que aquella noche se dispararon desde el “Almirante Cervera”, y el pánico fue más que los daños. Hubo proyectil que cruzó Valencia y estalló por la barrida de Mislata.
Las patrullas empezaron a circular.
-Hale! A casa. Ya ha pasado todo. A casa, que hace frío
-¿Y si vuelven?
-ues… se fotrem. ¿Qué anem a ferli?
Su hija no quiso volver a su piso. Y se fue con sus padres, el marido y el crío, que ahora estaba completamente despierto y reía y charlaba.
Al legar a la finca, vieron gente en grupo discutiendo.
-Que si! ¡Yo lo he visto caer!
-No puede ser! Si ya hemos mirado en todas partes
-Además, ¡la finca habría volado!
-¡Pues yo estaba en la “placeta” y he visto caer algo!
-¡El miedo que tenías!
-¿Yo miedo, yo? A mi los fascistas me…
Y se enzarzó en una prolongada explicación de las complicadas intervenciones eróticas que le harían los fascistas, con Quico Rellano al frente.
El señor Martin, llegó, recupero sus llaves, -curiosamente, en toda la guerra casi no hubo robos en el Grao- y subió las escaleras con su familia. Abrió la puerta, encendió la luz, y se dirigió al dormitorio.
Y allí estaba. Con sus 18 centímetros de grueso y su medio metro de largo. Había entrado por el dintel del balcón de la sala, había roto el tabique del dormitorio, y se había tumbado a lo gran señor, sobre la estrecha cama, quemando mantas, sabanas y colchón, y quedando sobre el somier, como un niño inocente que durmiera dulcemente arropado por su madre.
Vicente Maurí
Gentes de guerra
Se quedaron solos en la barra. La pandilla había escurrido el bulto con prudencia, y los dos de miraron de frente por primera vez.
-Gracias por echarme un capote.
-No hay porque, era de justicia.
-Yo voy a tomar coñac. ¿Y usted?.
-¿Yo?
Soler se quedó un poco en “orsay”. ¿El aceptando una invitación de un enemigo del pueblo?. Pues sí que...
-Oiga, si quiere bebe y si no, no. A mí... Chiquita, una copa de Veterano.
-Otra para mí, pero me la pago yo.
Bebieron.
- Adiós.
- Salud compañero.
- ¿A que viene eso?
- A que creo que estamos haciendo el indio los dos. Hace un rato, les estábamos poniendo las peras al cuarto a esos monos de las melenas, y ahora nos ponemos con cara de juez.
-Yo no pongo cara de nada.
- Mírese al espejo.
- Yo me miro donde me sale de las narices.
- Es usted muy dueño.
- ¡Menos mal que hay algo libre!.
- ¡Pchs!. Hay bastantes cosas libres. Puede usted comprar el periódico
que quiera, los pantalones que le gusten, vivir o morirse; ¿le parece poco?.
- A mí sí
- Y a mí también
- Entonces... ¿de que les ha servido ganar la guerra?.
- De lo mismo que a ustedes perderla.
Terció el dueño de la cafetería, treinta años, bien vestido, y sin ganas de complicaciones.
- Oigan, dejen la política; eso no sirve de nada.
Los dos se volvieron a él, luego, lentamente, sus miradas convergieron una en otra: dos miradas cansadas, tristes, llenas de sueños viejos, de recuerdos grises, de renuncias amargas. Soler, de repente, se encontró hablando, no sabía si para el del bar, para el falangista o para nadie.
- ...para nada. Yo también creí eso. Que para nada nos había servido las luchas, la sangre, el odio... ¡Para nada!. Pero eso no es verdad. Hemos cumplido una misión; hemos sido la fuerza de choque de una idea. Nos hemos gastado de dar golpes contra el hierro. Ahora estamos rotos. Pero sí que hemos servido. Hemos dado a la humanidad el sentido de la dignidad. Ahora no somos nada. Somos los vencidos, los anulados. Pero sí que hemos hecho.
Octavio, el falangista, sonrió con media boca.
- Y deshecho.
Un poco de miedo en las pupilas d Soler. Y en seguida, la reacción:
- Cuando el edificio no sirve, hay que destruirlo para hacer otro nuevo. Con sentimentalismo no se va a ninguna parte. Nosotros no éramos. No podíamos ser sentimentales ni sensibleros.
- Si ustedes no hubieran sido sentimentales, otro gallo les habría cantado. Lo fueron cuando dieron sus vidas en actos de terror que no servían para nada. Cuando, hombre a hombre, se iban quemando en una acción personal, sin disciplina ni método; cada vez que tiraban una bomba, escribían un bárbaro poema de muerte, con un poco de esperanza en el fondo.
- No hemos sido poetas. Eso ustedes, con sus luceros, sus guardias en las estrellas. Ustedes comían todos los días, y tenían miedo a perder la tajada. Les sobraba tiempo para cantar.
- Ustedes también cantaban.
- Era la expresión de la masa obrera apresada.
- No. Era... la poesía de su sueño informe, expresada en notas; la de su sueño y la del nuestro. ¿Usted no sea cuerda, en el frente, de que a los dos lados se cantaba igual?. Adiós Pamplona, Bilbao, jotas, fandangos. Éramos los mismos. Sólo nos separaban las puntas de las bayonetas, y dos poesías diferentes.
- Me acuerdo de una noche, en Villastar. Hacía mucho frío. El altavoz de ustedes nos estaba tocando las narices con sus himnos y marchas. El altavoz nuestro tocaba “Los hijos del pueblo” y daba consignas... Patrón, dos de Veterano
- A estas invita la casa.
- Gracias
- Gracias
- Con nosotros había un chico que se vino con la columna al pasar por Libros – yo iba con la columna de Hierro -. Saltó el parapeto y grito: “¡Fascistas! ¡Ahí va una jota!”. Cuando acabó, de enfrente, un navarro cantó otra. Y luego otra nosotros, y otra... .Estuvimos tirándonos jotas como si fueran morterazos más de dos horas.
- Y ... ¿no se disparaban? – intervino el del bar.
- La cosa acabo a tiros. Algún imbécil metió la pata, y se armó la de San Quintín.
- En el frente de Andalucía – dijo Octavio – cantábamos a coro con los altavoces. Teníamos delante a unos vascos que lo hacían como Dios. Y con nosotros había unos requetés que parecían el orfeón pamplonés. A los oficiales les chinchaba. Debían – supongo que los comisarios harían igual – que eso era confraternizar con el enemigo. Pero de vez en cuando se armaba cada concierto...
- Entonces... ¿qué guerra hacían ustedes?
Dos miradas que ahora brillaban lo taladraron, Octavio dijo con suavidad:
- Una guerra de verdad, dura cruel, pero donde el hombre era hombre, se encontraba a sí mismo, y odiaba, mataba... y respetaba al hombre de enfrente.
- Caramba, que mezcla más rara.
Soler apuró la copa.
- Si no hubiera sido por los italianos y los alemanes...
- Si no hubieran venido los internacionales...
Se abrió la puerta. El guardia Ramiro Pontejos entró frotándose las manos
- Dame una copa de coñac, que la noche está fresquita. ¿Qué ha pasado antes que parecia que tenía jaleo?.
El del bar sirvió. Tres copas. Vaciló, y luego se sirvió otra.
- Nada serio; la pandillita esa de niños, que tenían ganas de hacer el tonto. Entre estos señores los pusieron en su sitio, y se largaron.
- ¿Hubo golpes?.
- No hizo falta – sonrío Octavio -. Esta generación aún no sabe como las gasta la nuestra. Y, cuando vieron enfrente a dos hombres, se rajaron.
El guardia miro a Soler.
- Si, desde luego, uno al menos era peligroso.
-¿Peligroso yo?. Yo ya no soy nada. Buenas noches.
Dio media vuelta, Octavio, lo retuvo por el brazo.
- Espere Soler. Aquí hay ua copa servida, y me toca pagar a mí. Yo pago las tres... Y no hagan gestos ninguno de los dos. ¿Es que no se dan cuenta de que ninguno de los tres somos ya nada?.
- Hombre, eso...
- Desgraciadamente, esa es la verdad. Somos tres vidas quemadas, agotadas, que solo resucitan a la llamada del recuerdo. Usted, guardía...
- Ramiro Pontejos.
- Gracias: Octavio Ruiz. Usted Ramiro, aún conserva el uniforme. Es el ataúd que contiene lo que queda de todas sus ilusiones, su lucha, su vida. Soler y yo, ni eso siquiera. Y en el fondo, los tres sólo tenemos una desilusión grande, un vacío inmenso, porque todo lo que amamos, por los que luchamos, por lo que hubíeramos muerto, no nos ha servido de nada. Ustedes, los anarquistas, soñaron cosas que nosotros quisimos instaurar; ustedes , los militares, quisieron metas que pelearon por alcanzar. Ahora, de aquello, tres cabezas de familia, que si no trabajan no comen, presos en la jaula de una sociedad que los ignora, y hablando de cosas viejas ante un hombre de treinta años que nos ve un poco ridículos. ¿No creen ustedes que no vale la pena seguir odiándonos?.
- Yo no puedo hablar. Nosotros perdimos.
Una palmada en la mesa, punteó la respuesta.
- Y nosotros, y todos. Nos perdimos a nosotros mismos. Lo dimos todo, y nos quedamos vacíos. Usted se lanzó, sin resignarse a la derrota, al monte, a luchar con otros Ramiros. Ramiro luchó con otros Soler, para defender la victoria. Ahora estamos viviendo en esas jaulas que nos estampillan. Uno es el de la calle 4ª, patio D, escalera 3, el otro lado de la calle B, etc, etc. Y fuera de aquí, somos números también. Los tres. Hace años que no somos hombres. No nos quedan más qe los recuerdos. ¿En nombre de que nos vamos a odiar?. ¿¿Qué queda de los de cada uno?.
Hubo una pausa larga. Un silencio. La chica del mostrador, en la otra parte, leía una novelita. El dueño miraba a los tres hombres con lástima. Pontejos rompió el silencio.
- Sirva coñac. Esta ronda es la mía.
Miró la copa antes de beber.
- Eran bragados los tíos del monte.
- Y los civiles se jugaban la cara sin chaquetear.
Bebieron en silencio.
- Buenas noches.
- Adiós.
- Hasta mas ver.
Sobre la mesa quedaron las copas vacías. El del bar cogío la botella y la puso en el estante.
-Paqui, recoge esas copas y prepárate a cerrar.
La chica, muerta de sueño, hizo lo que le mandaba. Al llevar las copas al fregadero, le cayeron al suelo. Saltaron las tres en mil pedazos. Miró asustada al patrón.
- No sé como ha sido.
El miró el montón de cristales.
- Dejaló; no pasa nada, tenía que ser así.
Luego, con gestos lentos, se acerco al estante, recogió la botella del coñac y la estrelló contra el suelo, junto a las copas.
Vicente Maurí
La venganza de Paquito
Había llegado la fallera mayor. Paquito, que presumía más que una titiritera con sus curso de Relaciones Publicas y su ingles pasado por el bario de Sagunto, la había saludado con una larga tirada de la que los comilitones de la comisión, solo habían podido pescar varias veces “Valencia”, “fallas” y los “thank you” de la inglesita, mona de veras, y un poco fuera de lugar en el casal barroco, con chafarrinones de pintura en las paredes y carteles dispares, desde los Sony a la publicidad de un parador de turismo, instalado en el castillo de no sé cuantos, estropeado con mucho arte... ministerial.
Termino el discurso de llegada. Y entonces les tocó asombrarse a los falleros cuando Grace Wilkins, fallera mayor por ser hija del representado inglés del presidente (Carretillas Eléctricas e Implementos para el Transporte de Wilkins y Wilkins), se dirigió a todos , y en un correctísimo castellano, les dijo:
-Muchas gracias a todos. Estoy muy contenta de estar con ustedes. Ha sido muy gentil su rasgo, y mi padre se lo agradece de veras.
¡Vaya plancha, Paquito!. Al chaval le supo a rejalgar la cosa, sobre todo cuando comenzaron los “cariñosos” chungueos de los falleros. Pero aún le quedaba algo peor: la nena, en medio de una sonrisa deslumbrante, le espeto:
-Y usted, don Francisco, habla muy bien el inglés, le he entendido casi todo lo que me ha dicho. Pero no hacía falta; soy profesora en un colegio español en Birmingham.
La carcajada fue homérica. Y Paquito prometió regodearse con una suculenta venganza costa de los falleros y de la nena aquella que con tanta finura le había tomado abundantemente el pelo.
Surgieron las primeras botellas de manzanilla. Grace, identificada por completo con el ambiente, se comía las aceitunas de dos en dos, y reía a más y mejor; los chavale s de la falla andaban a su alrededor como... como... bueno como chicos de veinte años a los que les gusta una chica, ¡que caramba!. Las que no se sentían tan felices eran las chicas de la comisión. Pero disimulaban y también reían y comían aceitunas y lo que había, No todo había de ser desagradable.
En un rincón, Paquito, mano a mano con una botella de Moriles y un plato de tacos de jamón, rumiaba su venganza. ¡Ya verían todos! ¡A él! ¡Pues hombre! ¡Estaría bueno!.
Iban pasando los días. Y la fiesta, como siempre, ruidosa, agotadora para los “oficiantes”, que se sostenían a base de café y coñac, con algunos ratos de sueño tranquilo. ¡Debían dar vacaciones a todos los falleros en esos días! ¡Eso de ir a trabajar... ¡
Grace era la auténtica reina de la fiesta; hasta las chicas le habían perdonado que fuera guapa, inteligente y agradable. Todo transcurría en el mejos de los mundos; y el presidente se relamía ya pensando en aquella Delegación a escala medio prometida, y que ahora, gracias a su diplomacia, parecía más cercana que nunca. Paquito parecía haber olvidado lo de la llegad, y era uno más. Todo iba bien, muy bien... .
Y claro, como todo llega en este mundo, llegó la noche de crema.
A las doce o poco menos, paró el baile, calló la música, y se encendieron las luces. Paquito, que había estado bailando más de media hora con la fallera mayor, se la devolvió al presidente. Este noto que la chica tenía mala cara y estaba un poco seria... No , un mucho sería. ¡Caramba! ¡Eso no! ¡Bueno! Estaría cansada de tanto ajetreo. Y le pregunto:
-¿Te pasa algo, Grace?
-Pues... –empezó a decir la chica.
Pero en aquel momento llamaron al presidente para algo secreto, y con un “vuelvo enseguida”, la dejó con la palabra en la boca y salió corriendo. Se trataba de que los falleros querían que Grace diera fuego a la falla en persona, con arreglo al ritual que... La idea era de Paquito: ¿Qué le parecía?.
Le pareció muy bien e inmediatamente se pusieron manos a la obra.
Al sonar las doce campanadas en el reloj de la vieja iglesia próxima, un cortejo algo desusado se separó de la falla y avanzó hacia el tablado donde estaba la fallera mayor. La componía el presidente, el vice y el secretario, portando grandes luces de bengala encendidas, mientras los redoblantes de la banda de tambores zurraban al parche, marcando un paso lento.
Grace palideció; se puso en pie, miro desamparadamente a todos lados, como pidiendo auxilio; y cuando el cortejo inventado por Paquito – que por cierto no aparecía por allí – llegó a sus pies, dando un grito de terror, se tiró de cabeza del tablado, y echó a correr calle abajo, pidiendo socorro y gritando, ante el asombro de todos.
La falla se quemó a las dos y pico; cuando alcanzaron a la chica, costo mucho calmarla, y por fin explicó que durante el baile, Paquito le había avisado que en aquella falla, se practicaba un antiguo rito ibérico, consistente en hacer arder a la fallera mayor, como holocausto a los dioses del fuego.
Se lo había confiado en secreto, aquella misma noche, cuando bailaban, para darle lugar a que huyera de su horrible destino. Y Grace, que no lo había creido del todo, agotada por el cansancio, medio dormida, sin poder consultar con el presidente, cuando vío acercarse a ella el cortejo, revivio en su mente la inquisición, las corridas de toros, Dios sabe que cosas más, y se dejó vencer por el terror, huyendo como pudo, lo que le costó una muñeca dislocada.
El presidente tuvo que pasar por la vergüenza de que para tranquilizarla del todo, se colocara a su lado una pareja de la Policía Armada, a la que hubo que pedirle el favor.
En casa de Paquito solo estaba su madre, y ella les dijo que el chico tenía el equipaje preparado, y cargado en el coche desde las nueve, porque había de salir aquella misma noche, después de la crema, para Valladolid, donde permanecería una temporada, en un trabajo de la empresa. Ya debía haberse ido, porque se despidió a las once, antes de bailar el último baile. El presidente, rabioso por la broma... y por el peligro de su Delegación a escala nacional, solo supo mascar unas palabras:
-¡Desde luego, si lo engancho, es el último baile...!
Vicente Maurí
Redactor de segunda
- La una y cinco... Ya está vencido. Dentro de una hora, o dos a lo más, terminado. Me faltan las comisarías y casa de socorro, y enseguida...
La charla de Robles le llegaba como de lejos, aunque estaba al otro lado de la mesa. Estaba concentrado, y a través del muro del que se rodeara , solo pasaba alguna frase suelta:
- cuando el arbitro pitó el penalti...
-...porque?. Porque este tipo de construcciones...
- Mira. El problema no es de los latifundios. Es de...
El punteado nervioso de las maquinas de escribir subrayaba las frases sueltas. El aire pesado por el humo, el olor a coñac de las tres copas vacías de la mesa, el latido más sentido que oído de las maquinas que llegaba desde abajo, formaban en conjunto el ambiente: la ultima hora de la jornada en la redacción, cuando ya se siente uno un poco cansado, y el periódico esta casi hecho.
Redactor de segunda; en plantilla hacia tres meses, casi desde que en la Escuela le dieran la bendición, y lo lanzara al mundo
“Bienvenido Lujan, gente joven y preparada siempre es bienvenida. Considérese en su casa y consideremos a todos como compañeros y amigos. Pregunte todo lo que quiera. Ya tiene la teoría, Ahora adquiera la practica, y yo le aseguro que encontrará compensaciones, muchas y agradables en la profesión!
Efectivamente, cada día se abrían ante él horizontes nuevos. Su autentica vocación de periodista tenia un cauce: vivir día a día, minuto a minuto, su profesión.
Manolo Lujan – veintiocho años, fuerte, nacido –como muchos periodista hoy famosos – en un pueblo castellano. Siempre sintió la llamada; desde niño, ya era la desesperación de aquel maestro, don Abilio, rutinario, cuando a cada cosa nueva que surgía ante él, planteaba las preguntas, que sin saberlo, lo situaban como informador, siquiera fuese para informarse a sí mismo: “¿Cuándo?”; “¿Dónde?”, “¿A quien?”, “¿Por qué?”, “¿Cómo?”.
Un poco desfarado, sin embargo, de la realidad; un algo despistado, según los veteranos; con la cabeza en las nubes, y pensando en el periodismo como en una misión romántica, embriagadora, de aleccionamiento, de encauzamiento de opinión, de lucha contra la injusticia. Debajo del cristal de la mesa, estaba la caricatura que “Milo”, el estupendo “Milo”, le hiciera ocho días antes, cuando arremetió contra unos favores ilegales concedidos por determinado munícipe. Era él, él mismo, con armadura, montado en un extraño caballo mecánico con pinta de rotativa animada, y alanceando con un afilado bolígrafo a un monstruo acorazado que se reía de él. Le enfurruño un poco al principio aquello, pero las risas cordiales de los compañeros, le hicieron al fin sonreir, y hasta puso allí al cuartilla; casi, casi le gustaba verse ahí retratado; y ahora... Ahora si que tenia un buen “asunto”. Este si que valía la pena.
Repaso lo escrito: un colegio de la ciudad - una ciudad grande, industrial, con tres periódicos y rica -, y en ese colegio, la injusticia, la discriminación. Dos clases de alumnos, de los que la segunda, la gratuita, servía a la primera. Comían, estudiaban y jugaban en lugares diferentes, mientras los otros, los de pago, pagaban por todo, hasta por el desgaste de piso, según rezaba un recibo que fue el que levanto la liebre para Manolo Lujan. Le costó conseguir información, nadie quería dar la cara: “¡Pero si eso lo saben todos!” “¡Si ya es viejo!”. Sí, lo sabían todos, era viejo, pero habría que contarlo, que sacarlo a la luz, que desenmascarar la injusticia; y Lujan, joven, impulsivo, preparó un serial de tres artículos a los que acababa de dar los últimos toques. Se levantó.
- ¿Te vas ya? – preguntó Robles
- No. Voy al “dire”
Y sin más explicación, enfilo el pasillo, y llamó a la puerta del despacho.
Dejó los artículos sobre la mesa, y miro al director. Lentamente, los leyó.
- Esto está muy bien, Lujan; tiene usted sentido del reportaje polémico. Bien enfocado, bien distribuido, con garra y centrado. Me gusta de veras. ¡Que lastima no poder publicarlo!
- ¿Cómo?. Si usted dice que está bien...
- Sí, y lo está. Muy bien, pero...
-¿Qué?
El director miró a Lujan por encima de las gafas; hubo un asomo hostil en su mirada, sustituido casi enseguida por una mirada extraña, como de disculpa.
- Manolo... Yo quisiera que usted comprendiera; la inea del periodista debe ser siempre la justicia, la rectitud, pero... No todo se puede decir.
Se removió, incomodo en el sillon; bajo la mirada de Manolo. Cogió el paquete de Ducados, saco uno, le ofreció a Lujan, encendió y...
-Tu no tienes nada que temer. Dices la verdad, eres joven, estas convencido de la justicia de tu postura. Si acaso la enemistad de los que pongas en vergüenza. Pero... ¿y yo?.
- ¿Usted?
- Si, Lujan, yo. El director. El dueño y señor. Un hombre que ha llegado a este despacho después de muchos años, de mucha lucha. Yo no soy uno de esos periodistas brillantes que llegan enseguida, yo he hecho mi carrera paso a paso, sin más apoyos que mi trabajo y mi honradez, en periódicos pequeños o medianos. ¡Treinta y dos años, hijo!. Y en treinta y dos años, he visto llegar por detrás, alcanzarme y adelantarme a bastantes, que unas veces valían más, otras igual, y muchas veces menos que yo. Fui como tu eres, luche contra gigantes, contra galeotes, y el fin de cada lucha era un traslado, un despido, o en el mejor de los casos una advertencia. Poco a poco me fui mellando de tanto golpear la roca.
Fumo pensativo.
- Estoy muy cerca de los sesenta, empecé a subir cuando empecé a claudicar, a contemporizar. Ahora he llegado hasta aquí, estoy cansado, triste, sin filos ni puntas. Ni aquellos a los que defendí me lo agradecieron, ni los que denuncie me lo perdonaron. Dejé la adarga y me calé la montera, cambie de cabalgadura y solo con esto, y lo que esto trae consigo, he llegado a esta “insula Barataria” donde quiero acabar mis dias; una casa, una familia, una consideración social... Y cuado muchas veces siento un impulso de rebeldía, de reacción, me muerdo los puños, me encierro aquí, y escribo, escribo... y después quemo las cuartillas.
- Bueno, pero este trabajo no es suyo, es mío.
- Pero el director soy yo. Tu llegas a mí, recién nacido, con tu manojo de cuartillas, orgulloso, exultante. Lo que denuncias es cierto. Esta ahí. A la vista de todos. De cada cien que lo leyera, y te garantizo que lo harían muchos, te aplaudirían noventa. Pero... ¿y yo?. El presidente de la Asociación de padres de alumnos es accionista del periódico. Y otros al día siguiente de aparecer, tendría yo, yo, que no lo he escrito, una serie de enemigos, el menor de los cuales, conseguiría en un par de meses buscarme la vuelta y dejarme fuera del periódico. Y ¿qué hago yo, con sesenta años y sin un céntimo?. El responsable de esos articulos soy yo. Y yo pagaría con la pobreza de los míos, con no encontrar trabajo en ninguna parte. Este sillón me permite ahora devolverte tu escrito para que lo guardes. No lo publico. Algún día comprenderás, ...y me perdonarás.
Manolo Lujan recogió los papeles y se puso en pie. El director tenía ahora una mirada humilde, cansada, triste... Sin hablar una palabra, dio media vuelta y salío del despacho. Al pasar por delante del redactor jefe, este le llamó:
- Oye, Manolo
Se acercó.
- ¿Tienes algo que hacer?
- Ahora no.
- Pues toma - tendiéndole unas cintas de teletipo.
- Arregla eso y lo metemos en segunda pagina. Es interesante. Cuestión de dos cuartilla... Y laudatorio, ¿sabes?.
Cogió las cintas, salió a la redacción casi vacía. Solo Mariscal, el ordenanza, y don José Barbera, que terminaba laboriosamente su crítica teatral. Se sentó y leyó:
“Comisión Cortes discutió hoy articulo cuarto ley libertad prensa. Punto. Impresión general ley amplia eficaz y digna. Punto. Legislador confía plenamente criterio periodistas españoles y deja manos libres misión urgente velar justicia y pureza información...”
Las lagrimas le batían en los parpados, no por él, sino por tantos que necesitaban una defensa, que él no podía asumir, que no le dejaban asumir.
Puso un papel en el carro:
“Hoy, en la Comisión de la Cortes, se ha comenzado la discusión del articulo cuarto de la ley de Libertad de información y comunicación. Los procuradores, entre los que figuran distinguidos periodistas, están de acuerdo en que la autentica libertad que la información precisa para su normal desenvolvimiento le será dada sin ninguna traba por...”
¡Cinco años de preparación, casi veinte de soñar con ser periodista!. El como verse pensando en el poder para hacer el bien, en la dura y agradable responsabilidad de saberse guía de la opinión, para esto... Para que un hombre acabado, acobardado, cortara con un solo gesto una empresa justa, limpia... ¡casi valía más dejar de ser periodista!. ¡No!, ¡eso nunca!. Aquello no sería eterno, él haría al revés que el director - .¿le daba rabia, o le daba lástima? – Empezaría por adaptarse, amoldarse, y cuando fuera una autoridad, entonces... entonces sí que tenía la obligación de escribir.
Pero entretanto... ¡Cuantas cosas pasarían ante él, sin que pudiera intervenir! ¡cuantas injusticias impunes o aplaudidas, cuantas desilusiones al conocer cada día un poco a sus semejantes, a sus prójimos!. Sería duro... y aquellos niños, conociendo desde pequeños la desigualdad social, acumulando amarguras y acideces, mirando con sus ojos inocentes como los separaban de otros niños por obra y gracia de la cuantía de un recibo.
Las lagrimas – lagrimas de rabia, de pena, ¡sus ultimas lagrimas de niño! – le ciegan, apenas ve o que escribe. Le dan una palmada en el hombro. Se vuelve. Es el director, otra vez sonriente, cordial.
- ¡Bien Lujan!. Así. Ese principio es bueno. Adelante que va fenómeno.
Y con otra palmada se despide, mientras Mariscal le abre la puerta del ascensor.
Lujan lo mira, primero con rabia, luego con lástima , y lentamente vuelve la vista a
la maquina y sigue tecleando:
“...ya puede ser la prensa el adelantado de la justicia pura, que defiende la rectitud, aclara confusiones y... “
Vicente Maurí